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sábado, 13 de febrero de 2010

La TaMalera!...

“Ella vendía a su marido hecho pedazos
por portarse mal y no darle para el gasto”
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Víctimas del Doctor Cerebro. “La Tamalera”


Los vecinos de la calle Sur 71-A de la Colonia Justo Sierra, por el rumbo sur de la Ciudad de México, notaron que de un lote baldío aledaño a la casa 508, emanaba un pestilente olor que hacía irrespirable el ambiente.


Supusieron que eran pollos en descomposición, por la cercanía de una granja, situada a unos trescientos metros. El terreno, como muchos predios de la capital, se hallaba abandonado hacía tiempo y era utilizado por vendedores ambulantes y gente que iba de paso, para solventar sus necesidades corporales y de vez en cuando servía de basurero.


Antes de las nueve de la mañana del 19 de julio de 1971, el empleado de limpia pública encargado de recoger la basura en las diez cuadras que le tocaba barrer desde las cinco de la mañana, se disponía a retirarse cuando los vecinos le pidieron que echara un vistazo en el lote baldío y se llevara el enorme costal de donde parecía provenir el hedor. Dos mujeres acompañaron al trabajador de la Dirección de Limpia. Entró en el terreno con las dos mujeres que abrieron sus bolsos para dar un par de pesos al barrendero.


En eso estaban, cuando una fuerte corriente de aire putrefacto penetró en sus narices haciéndolos retroceder. El trabajador, empuñando su escoba y tapándose la nariz con un pañuelo, se acercó hasta el costal pestilente, mientras las dos amas de casa observaban la escena desde la entrada del lote baldío.


Acostumbrado a los malos olores, desprovisto de careta y guantes protectores o mascarilla, el barrendero tocó con sus manos el costal de más de un metro de largo y 60 centímetros de ancho, en el que se leía a un lado: "Conasupo. Maíz y frijol. Capacidad: 90 kilogramos".


Esperaba tocar un pico o unas patas de pollo, pero nada de eso ocurrió. Al intentar abrir el costal que estaba cosido por los cuatro costados, el hedor se recrudeció. No pudo ver lo que contenía, sólo sintió que algo raro estaba ahí dentro y, presuroso, salió del terreno. Les dijo a las mujeres que llamaría a la policía porque algo andaba mal y así lo hizo.



Cubiertos con bufandas, los policías preventivos placas 8235 y 4471, procedieron a descoser el costal del que brotaron moscas verdes. La filosa navaja de uno de los uniformados entró sin dificultad en la tela del costal, que se aflojó dejando salir un pie humano protegido con un calcetín azul.


Sorprendidos por el contenido del costal, pensaron que lo mejor era comunicar todo a sus superiores, quienes encabezados por el Subdirector de Policía y Tránsito, el general Raúl Mendiolea Cerecedo, arribaron antes que los agentes judiciales al lugar de los hechos. Dos piernas separadas del tronco decapitado fue el macabro hallazgo.


El fotógrafo de la entonces Jefatura de Policía tomó decenas de fotografías; buscó y rebuscó la cabeza sin resultado. Mendiolea ordenó a los agentes que inspeccionaran el predio y removieran un poco la tierra y los montículos de basura, sospechando que la cabeza podría estar enterrada la cabeza en algún otro sitio. La búsqueda resultó inútil. Los peritos dactilógrafos tomaron las huellas digitales de las manos del muerto, que por su gran tamaño correspondía a un hombre corpulento. Introdujeron los restos en bolsas de polietileno y lo trasladaron en una ambulancia de la Cruz Verde al Servicio Médico Forense.


Por las huellas se logró la identificación. Era peluquero, tenía 53 años y utilizaba varios nombres: Pablo Díaz Ramírez, Pablo Díaz Gallegos, Rafael Díaz Ramírez, Pablo Díaz Rincón y Pablo Ramírez Gallegos. En 1937 golpeó a un hombre, siendo enviado a la cárcel por el delito de lesiones. Seis años más tarde, en 1943, ingresó en prisión y fue procesado por lesiones y estupro.



La media filiación de Pablo Díaz Ramírez, que aparecía en los archivos, precisaba que era un tipo atlético, 1.80 de estatura, moreno claro, semicalvo, tipo mongol, facciones duras y toscas, con estudios hasta tercero de primaria, abstemio, no fumador y gran aficionado al boxeo y a la lucha libre. Los peritos dictaminaron que había sido asesinado con una segueta, un hacha y un cuchillo. De acuerdo con los exámenes practicados, dedujeron que las piernas le fueron desprendidas del resto del cuerpo cuando aún estaba vivo.

Apoyaron su tesis en las infiltraciones sanguíneas que encontraron en las piernas, las que no se presentan cuando la persona ha muerto. En opinión de los legistas Enrique Márquez Barajas y Oscar Lozano González, por lo menos dos personas habían participado en el descuartizamiento del peluquero. “Es la primera vez que veo un asesinato como éste”, dijo uno de los peritos. “Los judíos y aztecas los practicaban para castigar el homicidio, el robo y el adulterio. ¡Y qué paciencia de los verdugos para serrarles las piernas!”

Contando con el archivo más completo en cuanto a delincuentes, los agentes de la División de Investigaciones acudieron a la calle de República número uno, en la Colonia Portales, en busca de la familia del occiso. El peluquero, en su ingreso por lesiones en 1937, había informado que ese era su domicilio.

En este sitio los vecinos les indicaron que Pablo se había mudado seis meses antes y que, al parecer, su esposa era una mujer que expendía tamales (un alimento hecho de masa cocida con trozos de carne y verdura, envuelto en hojas de plátano o de maíz), en la vía pública. Los agentes indagaron que la mujer del peluquero respondía al nombre de María Trinidad Ruiz Mares, y vendía su mercancía frente a la panadería “La Tapatía” en la esquina de Ermita Ixtapalapa y Emiliano Zapata, en la Colonia Portales, y que vivía en la calle de Pirineos número 15.



El sábado 31 de julio se le decretó la formal prisión y se le designó un defensor de oficio para defenderla. En sus conclusiones, el abogado Ángel Lima Morales pidió al juez aplicara la pena mínima a su defendida. Por su parte, el fiscal solicitó se le condenara por homicidio con todas las agravantes. El juez no tuvo problema al dictar su resolución.

El juicio duró casi dos años. Al dictar sentencia, el juez la condenó a cuarenta años de prisión como responsable de homicidio cometido con premeditación, alevosía, ventaja y traición, así como por inhumación clandestina y profanación de cadáver. Trinidad no se inmutó al escuchar la condena de labios del licenciado Ponce de León. Apeló ante los magistrados del Tribunal Superior de Justicia y tras un año de estudiar el expediente, le confirmaron la sentencia.

En 1994, el grupo musical Las Víctimas del Doctor Cerebro le compuso una canción a “La Tamalera”, que decía:

“Esa tarde Doña Macabra sin imaginar,
salió como siempre a vender el tamal.
Los de dulce, los de nata, los de rajas también,
pero nadie sabía que no estaban tan bien.

Pero nadie sabía que no estaban tan bien:
eran de carne humana.
Ella vendía a su marido hecho pedazos
por portarse mal y no darle para el gasto.

Yo comía los de dulce sin preocupación
cuando pasó algo que me causó horror:
me comía yo la mano de un pobre señor…
¡Y nos fuimos asustados a la Delegación!”

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